Últimamente me orbita una escena de "La suerte está echada" (película argentina) en la cual el profesor de tango, algo así como un gurú de uno de los protagonistas, le formula una pregunta:
"¿Sos de los que empujan o de los que fluyen?"
El interrogado en cuestión no contesta, se queda algo perplejo, como hurgando en su interior y consternado ante la pregunta. Intuyo que la película debe haber sido meticulosamente montada para apelar a que el espectador se formule en ese momento la misma pregunta, y se sienta en la misma posición de vulnerabilidad e incertidumbre.
Mi búsqueda interior me lleva hacia el año pasado. Me tomó todo ese ciclo entero comprender que había cometido un gravísimo error: había confundido dejar fluir con dejarse estar. En algún momento, frustrado por una acumulación de planes arruinados y pruebas de la vida que habían salido muy mal, bajé mis defensas ante la virósica idea de que el universo es una dictadura y sólo se consigue lastimarse luchando para salirse de la inflexible fuerza de la gravedad.
"Dejáte ser", me repetía ella incansablemente. Necesité escuchar eso todas las veces, porque estaba más que claro que ese no era mi flujo. Ser, o fluir, para mí es contrariar al mundo, querer romper todo, cambiar mi entorno, ser obstinado y obsesivo, burlarme de los esquemas e imponer mis propias reglas a mi camino.
Fluir era empujar, ¡la respuesta era tan simple...! Decidido a por fin hacer algunos cambios, me encuentro con una barrera más por saltar, un último miedo (mentira, no es el último, pero me inspira que suene más épico). Es que me doy cuenta ahora que el error que cometí tenía dos caras, y la otra era haber confundido (aún mucho antes) empujar con forzar. Todo eso que parecía tan implacable puede cambiar por un capricho aleatorio y volverse tan, pero tan frágil, que un centésimo de exceso en la fuerza es capaz de hacer todo añicos. Sobre todo a las almas.
miércoles, 22 de mayo de 2013
lunes, 20 de mayo de 2013
Reclusión recursiva, parte I
Un día recibí una noticia que no supe digerir y desencadenó en mí un efecto dominó. La tristeza me envolvió como una enredadera en un edificio viejo, de repente fue parte de mí.
Quería gritar y llorar y contarle todo a alguien, hacer una catarsis que rozara el brote psicótico. Después ponerme un sombrero y un sobretodo para caminar bajo la lluvia en una noche desierta, como el trillado detective resignado de un policial negro. La melancolía tiene un sabor culposamente dulce.
Tan fuera de sincronía con mis sentimientos tuvo que venir el verano, con un sol tan fuerte que me encandilaba sin dejarme ir a disfrutarlo como los demás.
Quise ser un vampiro. Me volví tan nocturno como podía serlo. Me sentía seguro viendo cómo todos dormían mientras yo dominaba la ciudad. Los prefería así, en un estado en el cual nadie podía hacerme daño. Estaba tan sensible que hasta un roce me podía lastimar la piel.
Cuando se levantaban yo me iba al mundo de los sueños, donde me esperaba otra realidad maravillosa y la certeza de no tener que ver a los demás siendo felices bajo el calor en una fiesta a la que no me habían invitado. No fui a la playa. Vi las fotos, pero se sentían ajenas, como si fueran de otra temporada. Olvidé cómo se veía el sol de la mañana o del mediodía, en fotos parecía de otra realidad, de otro tiempo. Así se veían también las sonrisas de las personas, imposiblemente felices. Ese espectáculo hubiera desatado mi resentimiento y potenciado mi sensación de exclusión a la cual soy adicto.
Desperté para los atardeceres más hermosos de mi vida, esas horas en las que mirar al sol ya no daña la vista. Caminé solo como buscando en el barrio de al lado las respuestas que no encontraba en mí.
Y una noche encontré a otros vampiros como yo, viviendo sus vidas nocturnas. Encontré todo lo que se dejaba de ver en las horas en las que no había sol. Y cuando menos me lo esperaba, fui muy feliz. Pero eso es otra parte de la historia...
Quería gritar y llorar y contarle todo a alguien, hacer una catarsis que rozara el brote psicótico. Después ponerme un sombrero y un sobretodo para caminar bajo la lluvia en una noche desierta, como el trillado detective resignado de un policial negro. La melancolía tiene un sabor culposamente dulce.
Tan fuera de sincronía con mis sentimientos tuvo que venir el verano, con un sol tan fuerte que me encandilaba sin dejarme ir a disfrutarlo como los demás.
Quise ser un vampiro. Me volví tan nocturno como podía serlo. Me sentía seguro viendo cómo todos dormían mientras yo dominaba la ciudad. Los prefería así, en un estado en el cual nadie podía hacerme daño. Estaba tan sensible que hasta un roce me podía lastimar la piel.
Cuando se levantaban yo me iba al mundo de los sueños, donde me esperaba otra realidad maravillosa y la certeza de no tener que ver a los demás siendo felices bajo el calor en una fiesta a la que no me habían invitado. No fui a la playa. Vi las fotos, pero se sentían ajenas, como si fueran de otra temporada. Olvidé cómo se veía el sol de la mañana o del mediodía, en fotos parecía de otra realidad, de otro tiempo. Así se veían también las sonrisas de las personas, imposiblemente felices. Ese espectáculo hubiera desatado mi resentimiento y potenciado mi sensación de exclusión a la cual soy adicto.
Desperté para los atardeceres más hermosos de mi vida, esas horas en las que mirar al sol ya no daña la vista. Caminé solo como buscando en el barrio de al lado las respuestas que no encontraba en mí.
Y una noche encontré a otros vampiros como yo, viviendo sus vidas nocturnas. Encontré todo lo que se dejaba de ver en las horas en las que no había sol. Y cuando menos me lo esperaba, fui muy feliz. Pero eso es otra parte de la historia...
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