Había una escuela de dogmas religiosos que además fomentaba y hasta calificaba la participación grupal y la integración en los momentos de recreación junto con las actividades al aire libre.
En un rincón apartado de todo eso y bajo la preocupación de las autoridades estaba yo, un pequeño ser de unos trece años que sentía que las portadas rígidas de los libros eran grandes murallas que se podían erigir en torno a uno para protegerse. ¿A qué le temía tanto? seguramente al rechazo. Era factible habiendo crecido bajo la exigencia de ser perfecto y ante las calificaciones numéricas que hasta entonces daban números altos, como perdonando la vida cada vez, cual pulgar que alzaba la plebe en el Coliseo romano.
Consternado ante la sensación de haber venido al mundo a satisfacer demandas ajenas, siempre ajenas, siempre poco justificadas o apoyadas en un futuro lejano e incierto; la soledad se hacía más grande. Todo se apaciguó el día que descubrí que podía llevar en mi mochila un pequeño portal a mundos nuevos y vidas desconocidas, pero más reales que la realidad. En esas páginas siempre había un amigo dispuesto a contarme una historia sin tener que juzgarme, sin esperar nada de mí. Era un escape pero ¿quién puede juzgar a los que como yo, no pueden ni mirar la luz del día sin sentirse encandilados?. La vida real siempre fue demasiado para mí, no la comprendo, no soporto la angustia que circunda a las personas que percibo a mi alrededor.
Ya desde entonces sabía yo que iba a crecer siendo diferente. No especial, no diferente a las otras personas, sino distinto a lo que sentía que me querían imponer que fuera. Era difícil la pre-adolescencia y eso anunciaba que la vida adulta iba a ser mucho más compleja. El miedo a asomar la cabeza afuera me persiguió al día de hoy, presente en el cual crecí pero poco maduré.
Por suerte volvieron los libros.