lunes, 20 de mayo de 2013

Reclusión recursiva, parte I

Un día recibí una noticia que no supe digerir y desencadenó en mí un efecto dominó. La tristeza me envolvió como una enredadera en un edificio viejo, de repente fue parte de mí.
Quería gritar y llorar y contarle todo a alguien, hacer una catarsis que rozara el brote psicótico. Después ponerme un sombrero y un sobretodo para caminar bajo la lluvia en una noche desierta, como el trillado detective resignado de un policial negro. La melancolía tiene un sabor culposamente dulce.
Tan fuera de sincronía con mis sentimientos tuvo que venir el verano, con un sol tan fuerte que me encandilaba sin dejarme ir a disfrutarlo como los demás.
Quise ser un vampiro. Me volví tan nocturno como podía serlo. Me sentía seguro viendo cómo todos dormían mientras yo dominaba la ciudad. Los prefería así, en un estado en el cual nadie podía hacerme daño. Estaba tan sensible que hasta un roce me podía lastimar la piel.
Cuando se levantaban yo me iba al mundo de los sueños, donde me esperaba otra realidad maravillosa y la certeza de no tener que ver a los demás siendo felices bajo el calor en una fiesta a la que no me habían invitado. No fui a la playa. Vi las fotos, pero se sentían ajenas, como si fueran de otra temporada. Olvidé cómo se veía el sol de la mañana o del mediodía, en fotos parecía de otra realidad, de otro tiempo. Así se veían también las sonrisas de las personas, imposiblemente felices. Ese espectáculo hubiera desatado mi resentimiento y potenciado mi sensación de exclusión a la cual soy adicto.
Desperté para los atardeceres más hermosos de mi vida, esas horas en las que mirar al sol ya no daña la vista. Caminé solo como buscando en el barrio de al lado las respuestas que no encontraba en mí.
Y una noche encontré a otros vampiros como yo, viviendo sus vidas nocturnas. Encontré todo lo que se dejaba de ver en las horas en las que no había sol. Y cuando menos me lo esperaba, fui muy feliz. Pero eso es otra parte de la historia...

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